jueves, 3 de diciembre de 2009

Muerte de Abel Martin


Los últimos vencejos revolean
en torno al campanario;
los niños gritan, saltan, se pelean.
En su rincón, Martín el solitario.
¡La tarde, casi noche, polvorienta,
la algazara infantil, y el vocerío,
a la par, de sus doce en sus cincuenta!

¡Oh alma plena y espíritu vacío,
ante la turbia hoguera
con llama restallante de raíces,
fogata de frontera
que ilumina las hondas cicatrices!

Quien se vive se pierde, Abel decía.
¡Oh distancia, distancia!, que la estrella
que nadie toca, guía.
¿Quien navegó sin ella?
Distancia para el ojo -¡oh lueñe nave-,
ausencia al corazón empedernido,
y bálsamo suave
con la miel del amor sagrado olvido.
¡Oh gran saber del cero, del maduro
fruto sabor que sólo el hombre gusta,
agua de sueño, manantial oscuro,
sombra divina de la mano augusta!
Antes me llegue, si me llega, el día,
la luz que ve increada,
ahógame esta mala gritería,
Señor, con las esencias de tu nada.

II
El ángel que sabía
su secreto salió a Martín al paso.
Martín le dio el dinero que tenía
¿Piedad?, tal vez. ¿Miedo al chantaje?, acaso.
Aquella noche fría
supo Martín de soledad; pensaba
que Dios no lo veía,
y en su mundo desierto caminaba.

III
Y vio a la musa esquiva,
de pie junto a su lecho la enlutada,
la dama de sus calles fugitiva,
la imposible al amor y siempre amada.
Díjole Abel: "Señora,
por ansia de tu cara descubierta,
he pensado vivir hasta la aurora
hasta sentir mi sangre casi yerta.
Hoy sé que no eres tú quien yo creía;
mas te quiero mirar y agradecerte
lo mucho que me hiciste compañía
con tu frío desdén".
Quiso la muerte
sonreir a Martín, y no sabía.

IV
Viví, dormí, soñé y hasta he creado
-pensó Martín, ya turbia la pupila-
un hombre que vigila
el sueño, algo mejor que lo soñado.
Más si un igual destino
aguarda al soñador y al vigilante,
a quién trazó caminos,
y a quién siguió caminos, jadeante,
a fin, sólo es creación tu pura nada,
tu sombra de gigante,
el divino cegar de tu mirada.
V
Y sucedió a la angustia la fatiga,
que siente su esperar desesperado,
la sed que el agua clara no mitiga,
la amargura del tiempo envenenado.
¡Esta lira de muerte!
Abel palpaba
su cuerpo enflaquecido.
¿El que todo lo ve no le miraba?
¡Y esta pereza, sangre del olvido!
¡Oh, sálvame, Señor!
Su vida entera,
su historia irremediable aparecía
escrita en blanda cera.
¿Y ha de borrarte el sol del nuevo día?
Abel tendió su mano
hacia la luz bermeja
de una caliente aurora de verano,
ya en el balcón de su morada vieja.
Ciego, pidió la luz que no veía.
Luego llevó, sereno,
el limpio vaso, hasta su boca fría,
de pura sombra -¡oh, de pura sombra!- lleno.